decimo cuarto desahogo para vivir estanto

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Baja húmeda la primavera, algo fresca; y si los poros de mi piel se cierran cada noche. Es por miedo.

Sin variar el rumbo, directa, la tormenta se encamina. Preveo nubarrones negros sobre mi cabeza recordando el intenso azul cielo, del cielo. Disparo el ingenio sin haberlo cargado. Me calo, hasta la médula de la agotadora rutina. Me hundo un instante, me ahogo de aire lleno a bocanadas, respirando. Entonces me escucho, allí lejos. Sé que soy, es el eco, del eco de mi ira, que tira con fiereza de las ligaduras que me atan. Es el genio que todos tenemos; nuestro genio, el ingenio mayor que no cabe en lámpara maravillosa, que me transporta sano al sudor de mis sábanas, mientras baja aún húmeda la primavera y los poros de mi piel vuelven a abrirse. Por valentía y rabia.

Entonces algo (o alguien), ha pasado que me siento distinto, retozando entre el insomnio. Y más ligero, con pasos más firmes y rápidos; más seguros aunque a igual velocidad procese mi cerebro: soy más, nunca tanto. Creí sentir que mi piel rozaba mi piel al caminar a mi lado, justo cuando el sol asomaba aún sin calor por entre las rendijas de mi ventana que nunca se cierra.

Soñando aprendí, aunque soñara despierto, que jamás quiero vivir de la casualidad, que aunque la vida sea un sueño, Morfeo murió, sabedor de que la tormenta a todas las estaciones alcanza: consciente de vivir realidades mudas, entre risas o llantos, antes que disfrutar de una orgía sensorial que jamás existirá más allá del vago y lejano recuerdo; siendo escrupulosamente optimista.

Y es que tal vez Tomás, a quien llamarían los dormidos santo, tenía razón (y seguramente también insomnio).

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